lunes, 10 de agosto de 2015

De nuevo: BASTA

Ayer fue un día triste en las redes sociales. Desde la vida de carne y hueso suena algo poco importante, pero creedme, puede serlo. El acoso a cuentas feministas en twitter también es violencia. El hecho de que miles de imbéciles con la cara tapada se lancen a machacar a mujeres que están denunciando el terrorismo machista es reflejo de lo que ocurre en la calle. La violencia escrita es violencia real. Y ha habido consecuencias. Varias mujeres peleonas, valientes y activas han decidido dejar las redes por un tiempo, o quizá para siempre, porque no lo soportan más. 

Pero ante toda esa tristeza @alis_cb me recordó cómo empezamos a abrazarnos entre compañeras hace algunos años, cómo las redes desde las que nos atacan, nos sirvieron (y sirven) para encontrarnos. Porque amigas, "ladran, luego cabalgamos". Así que voy a recoger toda esta rabia y la voy a utilizar. 

No soy capaz de contar las veces que se han organizado campañas de acoso y derribo desde foros de machirulos a muchas compañeras. E incluso cómo se han llegado a ensañar en la vida off line con algunas. A mi misma me cerraron la cuenta de twitter hace meses por difundir la campaña contra un famoso acosador y violador chileno. E incluso tiraron, por unas horas, la web del diario La Columnata cuando publiqué originalmente el post que vuelvo a incluir aquí ahora, en cuyos comentarios se montón una campaña de pataleta y acoso tremenda, vertiendo datos personales etc. 
Vuelvo a publicar este articulito de 2012, como homenaje a las violentadas. Como grito por todo lo que está pasando. Porque todas hemos sido víctimas de alguna violencia, pero no vamos a rendirnos. No van a terminar con nosotras. 

"Y porque solas no podemos, pero con amigas, sí"

Gracias Luzhilda y Sirereta. Gracias, también y sobre todo, a todas nuestras víctimas. 


Manifestación del 3 de agosto en Madrid #VivasNosQueremos
cedida por el @ColectivoMuMa

¡Basta!

Soy una mujer blanca, recién estrenada en la treintena, heterosexual, proveniente de una familia de clase media absolutamente estructurada y llena de amor, mileurista, vivo en pareja en un piso alquilado y tengo estudios superiores. Podríamos decir que pertenezco a la franja de la media cómoda –que no acomodada– de este país en ruinas. Casi una tía con suerte, o así me considero yo.  Bien. Quiero que recuerden esto según vayan leyendo lo que tengo que contarles.

Cuando tenía quince años, hacia la mitad de mi vida, solía bajar al perro por el parque que había debajo de casa de mis padres hacia las siete antes de coger el autobús para ir al colegio. Una mañana se me acercó un chaval, de entre dieciocho y veintiún años, de apariencia absolutamente normal, con el pelo muy corto, casi rapado, y me preguntó que dónde estaba la parada del cercanías. A mí me resultó algo extraño, porque parecía que hubiera venido precisamente de esa dirección. Pero se lo expliqué y se marchó. Al día siguiente, a la misma hora, volvió a aparecer el mismo chaval. Debe de ser un chico que hace la mili en uno de los cuarteles de la zona –recuerdo que pensé– y se me acercó de nuevo preguntándome en esta vez por el hospital Gómez Ulla, que no quedaba cerca de mi casa ni por asomo. Era obvio hasta para una niña despistada como yo que algo raro pasaba. Le dije que no sabía y empecé a irme, él me agarró por el brazo y me giró atrayéndome hacia él. Tenía el pene fuera y lo agarraba con la otra mano. No sé qué hados del destino me hicieron reaccionar. Imagino que fue un instinto atávico de supervivencia, pero le di con la rodilla en los huevos con todas mis fuerzas. Sólo después de eso grité. Mi perra, un setter de gran tamaño que estaba suelta unos metros más allá y ajena a la escena, al oírme gritar volvió y se abalanzó sobre él para atacarle. La agarré del collar y se la quité de encima para salir corriendo a casa. Él estaba encogido en el suelo.  Lo siguiente que recuerdo es estar en casa con un auténtico ataque de ansiedad frotándome con lejía la rodilla con la que le había golpeado porque aún notaba la piel de su polla sobre mi ropa. Como si eso se pudiera notar. Mi madre entró en la cocina y al verme me preguntó por lo ocurrido.

Lo que ocurrió después, incluido el surrealismo zafio de lo que vivimos en comisaría, os lo voy a ahorrar porque tengo muchas otras cosas que contaros y no acabaríamos nunca. Pero baste decir que la sensibilidad y el trato con que nos recibieron a mi madre y a mí fueron terribles, que el agresor jamás apareció –dudo que ni siquiera lo llegaran a buscar– y que me pusieron delante de cuatro -¡cuatro!- álbumes de fotos con agresores sexuales conocidos y fichados de aquellos alrededores.
 Algún tiempo después, me consta  que sólo en mi barrio hubo varios intentos de violación más y alguna que no se quedó en tentativa. Y no, no fueron cometidas por la misma persona. A una chica la metieron en una furgoneta entre varios y se la llevaron a un descampado cercano. En otra ocasión el violador dio con una mujer que sabía artes marciales y le dio de hostias como bien se merecía y fue detenido. Por cierto, que ahora que me doy cuenta, jamás me llamaron para ver si reconocía a este violador, y sólo habían pasado dos años. Por si alguien se despista, os recuerdo que no hablo de Ciudad Juárez, sino de un buen barrio de clase media en Madrid.

Durante mi adolescencia mis amigas y yo empezamos a hacer botellón y a quedar los fines de semana con el grupo de chicos populares del barrio, por supuesto los más macarras y malotes. Recuerdo con muchísima ansiedad aquella época y las muchas ocasiones en que presencié cómo a alguna de las chicas más guapas y/o más desarrolladas del grupo –mi aparato corrector de dientes y apariencia de poca mujer me salvaron– eran forzadas a dejarse tocar las tetas y a darse morreos con algunos o varios de ellos. Así nos fuimos socializando. Recuerdo también que después se solía decir –lo decían unos y otras- que la chica de marras era una guarra que andaba dejándose manosear por todos.
Me fui haciendo mayor y con la cercanía a la veintena era yo un bomboncito –y no está mal que lo yo lo diga, porque no es nada de lo que sentirse orgullosa ni avergonzada-. El patito feo creció, le quitaron los hierros de la boca y se convirtió en una chica de buen ver.  No creo que pasara un día en aquellos años en el que algún baboso no me increpara por la calle. Yo bajaba la cabeza y seguía. Aún me pasa, aunque con menos frecuencia. Será porque ya no estoy tan buena según el canon, pero creo que también tiene mucho que ver con que ya no bajo la cabeza, estoy empoderada y si me increpan respondo y me encaro. Es cierto que entonces no lo vivía como algo terrible, claro, no puedo decir que viviera con miedo constante. Pero sí me hacían sentir incómoda. A bote pronto puedo contar también al menos cinco ocasiones en las que en el metro un hombre se me ha restregado, y dos en las que me he encontrado con un exhibicionista por la noche en la calle o sola o con amigas. Lo que aún no he logrado es volver a mi casa de noche sola y sentirme segura. Me atrevería a decir sin miedo a equivocarme que ninguna mujer lo hace. Yo siempre llevo el móvil en el bolsillo y mi mano en el móvil con el 112 marcado, o hago alguna llamada a mi pareja si está despierto hasta que entro en el portal, o incluso, en el colmo del patetismo, finjo una conversación telefónica.

También recuerdo muchas más ocasiones de las que me gustaría en las que acabé en la cama con tíos con los que no me apetecía estar, porque había empezado o permitido el flirteo y después tenía miedo de pararlo y de que pensara que era una calientapollas o, en el peor de los casos, el chico en cuestión decidiera por su cuenta y sin mi consentimiento que, llegados a ese punto, había que terminar lo que se había empezado. De ahí al resto de mi vida, aparte de muchas otras “pequeñas” historias diarias que no  voy a enumerar, también he tenido una relación abusiva y de celos histéricos y posesivos, que por suerte y gracias a mi maravillosa familia nunca llegó a la violencia física, y me consta –se filtró este tema lo suficiente para que me llegara a mí, aunque jamás lo dijeron abiertamente- que perdí un trabajo cara al público en una galería de arte cuando engordé y dejé de estar buena.

No estamos ya calladas. No vamos a parar.
Imagen de la manifestación #VivasNosQueremos del 3 de agosto de 2015
cedida por @ColectivoMuMa

He vivido todas estas y muchas otras cosas con una cotidianidad abrumadora, acogotante e inconsciente porque así nos hemos criado las mujeres en este Occidente voluptuoso donde la igualdad reside en poder comprarme con mi propio sueldo una puñetera máquina depilatoria. Hasta que descubrí el feminismo nunca las relacioné, ni me di cuenta de que me ocurrían porque mi género había sido despojado del espacio público. Hasta que no llevaba unos años en la universidad y no escuché a algunas profesoras, leí a ciertas autoras, no abrí los ojos a toda la mierda que me caía encima a diario. No fue hasta entonces cuando fui capaz de unir los puntos. Y eso que yo, como os decía al principio, estoy en una situación privilegiada. ¿Imagináis la vida diaria de una mujer sin la suerte de mis recursos sociales, culturales y o económicos? Que el machismo esté tan normalizado que ni las propias mujeres seamos conscientes de hasta qué punto nos apalea cada día, no significa que no exista, sino que lo hemos mamado tanto que, como el esclavo que no quiere ser liberado porque no conoce otra vida, sentimos que es a la segunda clase a la que pertenecemos sin saberlo. Y que no vengan con milongas de que “eso era antes” o que los violadores son locos, o que la gente “ya está concienciada”. Basta echar un vistazo a los grandes medios de comunicación para ver que estamos muy lejos de eso. 

Como sabéis ayer saltaba la alarma –o mejor dicho, el mini circo mass media- porque cuatro mujeres habían sido asesinadas en cuarenta y ocho horas. Llevamos veintitrés mujeres en lo que va de año. ¿Cuál fue el tratamiento mediático? Los asesinatos machistas se siguen abordando en la sección de “sucesos”, las personas que se entrevistan son los vecinos o tenderos del barrio, que apenas pueden aportar mucho más que cotilleos. ¿Cuándo  se preguntará a una feminista experta en violencia machista? Y lo que más me saca de mis casillas, la pasivización de la agresión y la relativización del lenguaje: “Otra mujer ha muerto presuntamente a manos de su pareja”. ¿Cómo que ha muerto? ¿Le ha dado un ataque al corazón y ha caído suavemente sobre las manos de su agresor? No. Basta. Esa mujer no ha muerto ella sola. Y por supuesto, no ha muerto presuntamente. Está asesinada. La presunción de inocencia existe y hay que respetarla, lo que no existe es la presunción de muerte. O se está muerta o no se está.  Y una persona o se muere, o la matan.

También quisiera alertar de otro detalle, por si alguien sigue dudando de la mierda de tratamiento que se da al asunto de la violencia machista. Cito al Diario.es con respecto a unos datos que ha revelado hace poco Feminicidio.net: “Al menos 20 mujeres que ejercían la prostitución fueron asesinadas entre 2010 y 2012, 19 a manos de hombres y una por una mujer, según una investigación llevada a cabo por Feminicidio.net, un portal especializado en la documentación del feminicidio en España. En su informe clasifican 17 de estos asesinatos como "feminicidios por prostitución" (14 cometidos por los clientes), y dos de ellos como "feminicidios íntimos", perpetrados por sus parejas. Sin embargo, solo uno de estos casos está contemplado en las estadísticas oficiales de violencia de género.” Claro. Debe de ser que si una es puta, ser asesinada es un gaje del oficio. Es más, si las estadísticas oficiales no lo llaman violencia de género quizá deberían llamarlo “accidente laboral”, ¿no?  Además, mira, como al fin y al cabo son autónomas –el proxenetismo está penado, así que ya de paso asumimos que no existe- ni siquiera hay que buscar indemnización; el accidente laboral es culpa de la puta, que “ha muerto a manos” de su cliente.

Siento deciros que Occidente también está podrido. Que España huele a mugre machista por mucho que nos creamos muy avanzaditos en la lucha de la igualdad. Que las tías seguimos siendo ciudadanas de segunda y que ninguna institución va a hacer nada por remediarlo. La única vía es la lucha y la autodefensa feminista porque el cincuenta por ciento de la población mundial está jodida de verdad. Si eres mujer y me has leído, te pido que te pares un ratito a pensar en la de veces que has pasado por cosas parecidas a las que yo he contado aquí. Si eres hombre también habrás visto cosas parecidas. Intenta poner todos esos casos juntos y prueba a unir los puntos. Si no consigues vislumbrar al menos el dibujo completo, que el problema es estructural y es de todos, sólo puede ser porque eres idiota o cómplice. Y casi seguro, ambas cosas.